Por Irlanda Amaro Valdés
I
La “versión oficial” sobre la matanza de Tlatelolco y la lucha por la memoria
El 2 de octubre de 1968, aproximadamente a las 18:10 hrs. un grupo de francotiradores abrió fuego en contra de la multitud que asistía a un mitin convocado por el Consejo Nacional de Huelga en la plaza de las tres culturas en Tlatelolco. Los francotiradores iniciaron fuego desde el edificio Chihuahua de la unidad habitacional Tlatelolco y dispararon indiscriminadamente a mujeres, hombre, niños y elementos del ejército. Como respuesta, las tropas y batallones circundantes a la plaza de Tlatelolco igualmente abrieron fuego, los estudiantes y la gente en general quedó atrapada entre las ráfagas. El tiroteo se prolongó casi una hora y media, causando una masacre en la que se han llegado a documentar hasta 350 muertos y más de 1000 detenidos, golpeados y torturados en el campo militar número 1[1]. En aquel entonces, como es sabido, por todos, Gustavo Díaz Ordaz ocupaba la presidencia de la república (1964-1970) y Luis Echeverría Álvarez fungía como secretario de gobernación.
En el México contemporáneo, podemos contar varias masacres. Sin embargo, pocas han calado tan hondo en la memoria y la dignidad del pueblo mexicano como la llevada a cabo el 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas. Esto puede deberse a que otros actos represivos han sucedido sobre todo en regiones campesinas o comunidades indígenas, más alejadas de la capital como la de los trabajadores copreros de Acapulco Guerrero en 1967, dónde murieron 38 y más de 100 fueron heridos; o tal vez, porque pocas veces ante la prensa y la sociedad en general, ha quedado tan clara la mano del Estado en el crimen cometido, así como también tan clara y cínicamente, ha sido acallada la justicia.
No obstante, la certeza de la población acerca de la responsabilidad del Estado en los crímenes de Tlatelolco, tuvieron que pasar casi treinta años, para que la relación entre el Estado mexicano y la masacre fuera plenamente confirmada por una fuente oficial del Estado. Los documentos del general Marcelino García Barragán, secretario de la Defensa Nacional en el periodo de 1964 a 1970, presentados en el libro Parte de Guerra. Documentos del general Marcelino Barragán. Los hechos y la historia de Julio Sherer y Carlos Monsiváis en 1999, revelaron la completa implicación del Estado Mayor Presidencial (y por esto la directa responsabilidad del presidente Gustavo Díaz Ordaz y en esa sucesiva escala la de Luis Echeverría) en el uso de un cuerpo militar de elite denominado Batallón Olimpia, que operaba bajo órdenes directas del Estado Mayor presidencial, para abrir fuego contra la multitud de estudiantes aglutinada en la plaza de Tlatelolco, con la intención de provocar la respuesta del ejército e iniciar la represión.
Los documentos del general Barragán, aunque ofrecidos a la luz casi tres décadas después de la matanza y con importantes inconsistencias, que buscan sobre todo, librar su responsabilidad personal y la del ejército, en lo sucedido en Tlatelolco, dejan ver por primera vez que los francotiradores apostados en el edificio Chihuahua debían justificar la intervención violenta del ejército y facilitar la captura de los integrantes del Comité Nacional de Huelga, que él sabía con antelación, hablarían desde la terraza del edificio Chihuahua. Como narra el mismo general Barragán, el papel de los agentes del estado Mayor presidencial fue garantizar el inicio de la violencia. En palabras del mismo Barragán : “los oficiales del Estado Mayor presidencial debían asegurarse de que esas bajas (requeridas) se consumaran a fin de que el ejército iniciara una escala indetenible de violencia” (Montemayor p. 24)[2].
Además de estos documentos, gracias a las investigaciones gráficas de las videograbaciones recuperadas de la época y analizadas por el Canal 6 de Julio hoy sabemos que el batallón Olimpia no actuó solamente en la represión del 2 octubre, sino que lo hizo también disparando contra estudiantes en la Plaza de la Constitución durante las manifestaciones estudiantiles de finales de septiembre (específicamente 28 de septiembre) y aprendiendo y golpeando jóvenes en las preparatorias y vocacionales a finales de agosto[3].
A pesar de versiones que indican que hubo elementos fortuitos que intervinieron aquella tarde del 2 octubre –tales como la confusión en los mandos militares y el Estado Mayor presidencial- hoy podemos señalar claramente que la vocación represiva del Estado no fue inusitada; que la presidencia tuvo ocasión de meditar su manera de intervenir y reprimir el movimiento estudiantil y que no fue ineptitud o inoperancia de la policía local (en este caso el cuerpo de granaderos del DF ) y falta de voluntad de diálogo como sostendrán algunos[4], lo que desencadenó una masacre como la sucedida el 2 de octubre, sino una premeditada táctica para acallar la protesta y cualquier manifestación en contra del régimen, utilizando toda la fuerza del aparato estatal. Es decir que, las provocaciones, el uso de porros, las detenciones arbitrarias de jóvenes y comunistas, más que la causa del incremento de nivel de la agresión hacia los estudiantes, fueron un móvil perfectamente creado para justificar este nivel de agresión y represión.
Las distintas crónicas (Ramírez, 1969, Montemayor, 2000, Kuri, 2003,) sitúan el inició del movimiento estudiantil después del 23 de agosto, precisamente cuando el ejército irrumpió en las instalaciones del Palacio de San Idelfonso que albergaba en aquel periodo a la preparatoria número 1 de la Universidad Nacional, después de un enfrentamiento entre jóvenes estudiantes y porros en la plaza de Ciudadela (lugar que por aquel entonces albergaba a la vocacional número 5). Entre el 23 y 30 de julio se desató el movimiento estudiantil en pleno, como respuesta a una serie de enfrentamientos entre policías, porros y estudiantes que normalmente tenía como resultado la intervención del ejército en las escuelas y detención de jóvenes. En esa medida es posible afirmar que la algidez del movimiento estudiantil surgió, casi directamente, como respuesta a la desmedida violencia estatal en contra de este sector. En ningún sentido hay indicaciones de que el conflicto estallara por ineptitud o incapacidad de negociación política del gobierno y los estudiantes, por el contrario, todo parece señalar que el Estado siempre optó por la represión como el camino para acallar las demandas de los estudiantes, utilizando mecanismos de provocación que justificaran la desmedida violencia y negándose a responder al diálogo demandado por el movimiento.
Estas afirmaciones cobran fuerza cuando se observa que paralelamente a estos recursos represivos, el Estado allanó el camino de la represión desplegando todo un mecanismo de propaganda para satanizar a los estudiantes. La prensa de la época se refería a éstos como vándalos, instables, detractores del progreso y antipatriotas que buscaban boicotear los Juegos Olímpicos; y aunque el movimiento estudiantil gozaba de prestigió en la Ciudad de México, la prensa nacional colaboró a la condena estudiantil en los Estados, pues allá no había manera de contrastar lo que realmente sucedía (cf. Castillo Troncoso, 2008)[5]. Igualmente, el gobierno de Díaz Ordaz inició la propaganda que por muchos años fue la versión oficial del Estado para justificar la represión: la conjura comunista, la amenaza de los enemigos externos que se habían instalado en México para provocar revueltas e impedir los Juegos Olímpicos en el contexto de la Guerra Fría[6].
A pesar de que el movimiento estudiantil hallaba en el gobierno priísta motivos para la inconformidad, el Estado mexicano se empeñó en atribuir los orígenes del movimiento a la supuesta intervención de la embajada cubana y soviética, quienes supuestamente sostenían ideológica y financieramente al movimiento estudiantil. Durante muchos años esa fue la versión oficial acerca del origen del movimiento estudiantil del 68 y a partir de este origen se construyó también la versión oficial de la matanza, como veremos más adelante. Hoy sabemos la falsedad y la exageración de estas acusaciones (incluso refrendada en los documentos desclasificados del CIA sobre aquel periodo). La primera versión de esta propaganda negra fue presentada por Luis Echeverría en su declaración pública el 30 de julio del 68, justamente después de la violenta toma de preparatoria número uno por el ejército (Montemayor, 2010 p. 25).
Así pues, después de la toma de la preparatoria, se inició un paro indefinido en las escuelas superiores tanto del Politécnico Nacional, como de la Universidad Nacional y por las escuelas preparatorias, vocacional, Escuela Normal de Ciudad de México y Escuela de Chapingo. A las movilizaciones se sumaron estudiantes de El Colegio de México, la Universidad de Puebla y Guadalajara, universidades privadas como la Universidad Iberoamericana e incluso la Universidad de Valle de México. En poco tiempo, el movimiento estudiantil elevó sus demandas hacia el reclamo de verdadera democracia y justicia social. Estas demandas se concretaron en el pliego petitorio del Consejo Nacional de Huelga que contenía seis puntos: 1) liberación de los presos políticos, 2) Destitución de los jefes policiales Luis Cueto Ramírez y A. Frías 3)Extinción del cuerpo de granaderos y no creación de cuerpo semejantes, 4)Derogación de los artículos 145 y 145 bis del código penal, 5) Indemnización para los muertos y heridos 6) Deslindamiento de responsabilidades de los actos represivos por parte del ejército y cuerpo de granaderos (Allier Montaño, 2009 p. 292).
En adelante, el movimiento estudiantil, a través del CNH, convocó y programó una serie de movilizaciones, brigadeos y mítines con la finalidad de buscar un diálogo con el gobierno y el cumplimiento del pliego petitorio del paro estudiantil. Como respuesta, los estudiantes sólo recibieron provocaciones cada vez más violentas, hasta culminar con la masacre de Tlatelolco.
Con parte del CNH preso, la represión y el terror causado por la masacre, la continuidad del movimiento no fue sencilla. La última comunicación pública del CNH apareció el 6 de diciembre del 68 anunciado el regreso a clases y la continuidad de la lucha por otros medios por la liberación de los presos y la búsqueda de justicia. Y aunque en el imaginario colectivo, entre los participantes del movimiento (después agrupados en el comité 68) el Estado y sus representantes en aquel entonces, Díaz Ordaz y Echeverría fueron señalados incesantemente como los responsables de la matanza de Tlatelolco, tuvieron que pasar al menos tres décadas, para que una nueva versión de la historia fuera enumerando los documentos que dieran a Tlatelolco el carácter de crimen de Estado. Durante años los organismos encargados de impartir justicia y el gobierno sostuvieron la siguiente versión oficial sobre sucedido el 2 de octubre:
- El tiroteo fue iniciado por francotiradores estudiantes apostados en el edificio Chihuahua de la unidad Tlatelolco. Las armas les fueron entregadas por agentes soviéticos.
- El saldo fue “sólo” de 20 muertos.
- El ejército intervino con la única intención de aprender a los líderes del movimiento, pero se vio obligado a repeler la agresión iniciada por los estudiantes.
- Los orígenes del movimiento estudiantil fueron “elementos desestabilizadores externos”, básicamente agentes de la embajada cubana y soviética que financiaban el movimiento y le daban sustento ideológico[7].
Esta ridícula y casi caricaturesca versión, fue incluso sostenida por Luis Echeverría hasta poco antes de su muerte, en la entrevista concedida a Rogelio Cárdenas, publicada en el libro Luis Echeverría Álvarez: entre lo personal y lo público[8] en 2008, Echeverría insistió una vez más en la “conjura comunista”. Desmontar “esta verdad oficial” por absurda que aparece ha tomado años y siempre ha corrido por cuenta de las organizaciones populares, los familiares de los muertos y los sobrevivientes, así como la memoria estudiantil ha luchado a contracorriente para mantener la demanda de justicia y contra el olvido.
Incluso, pudimos constatar que la alternancia de los partidos políticos en el poder en México, tampoco abrió el camino hacia la justicia para los hechos de Tlatelolco. Al inicio del mandato de Vicente Fox en el año 2000 se creó la fiscalía especial para movimientos sociales y políticos del pasado, ante ella fueron presentadas las denuncias del comité 68 por los crímenes del 2 de octubre y el 10 de junio del 1971, así como una acusación de genocidio contra Luis Echeverría Álvarez (Gustavo Díaz Ordaz murió en 1979). Además se presentaron centenas de denuncias por los casos de desapariciones forzadas en el estado de Guerrero durante la década de los 70.
Aun así, no pasó nada, la fiscalía especial presentó el caso de Tlatelolco como el mayor de sus avances, e incluso se animó a anunciar que habría cerca de 70 detenciones. Pero no fue así, en julio de 2002, Luis Echeverría, en calidad de indiciado, compareció a declarar ante la fiscalía, más sostuvo, por escrito, la versión oficial. Así, pues como resultado de las denuncias ante esa fiscalía, no hay ninguna persona o institución juzgada y mucho menos consignada por los sucedido durante el 68. A decir de Julio Mata Montiel, secretario ejecutivo de la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Víctimas de Violaciones a los Derechos Humanos en México (Afadem):
La Fiscalía se convirtió en el chiquero del Estado, ahí mandan todo lo que no quiere investigar la PGR. No va a poder con el paquete, porque ni siquiera están haciendo investigaciones. Llaman a declarar a la gente, como pasó con (Luis) Echeverría y (Miguel) Nassar Haro, pero no hay investigación de campo y ni siquiera en los expedientes hay cosas nuevas. Todo es una serie de repeticiones. González. Revista contralínea no. 2005.
Esto nos muestra que no bastó cambiar un partido político electorero en el poder para hacer justicia a los crímenes de Tlatelolco. Tristemente la absurda versión oficial, sigue siendo la supuesta “verdad histórica” hasta que no haya un enjuiciamiento de los culpables y restitución de los daños ante los crímenes de Tlatelolco. La organización popular no sólo tiene la tarea de mantener la memoria histórica, sino de continuar buscando caminos para la justicia efectiva.
II
Otra vergonzosa versión oficial: Ayotzinapa
Parece un gesto burlesco de la historia, el hecho de que el pasado 26 de septiembre de 2014, mientras se dirigían a un boteo con el fin de recolectar dinero para asistir precisamente a la marcha conmemorativa de la matanza estudiantil del 2 de octubre, un grupo de la policía municipal de Iguala Guerrero, cerrara el paso a tres autobuses tomados por estudiantes normalistas de la escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa. Mediante este “encerrón” la policía municipal allanó el camino para que los normalistas fueran atacados con armas de alto calibre por un grupo de paramilitares autollamado “Guerreros Unidos”. Las ráfagas, según testimonios, duraron más de treinta minutos y el saldo del ataque fue de 43 normalista desparecidos hasta el día de hoy, 6 asesinados (tres de ellos no estudiantes) y un estudiante que permanece en estado de coma. En el tiroteo fue herido Julio César Mondragón, quién al día siguiente fue hallado muerto, con signos de tortura, sin ojos y desollado mientras aún estaba con vida, según indicaciones del estudio forense.
Estos hechos, que no corresponden con la democracia del “México contemporáneo”, hasta hoy siguen sin ser resueltos, pues el Estado mexicano no ha ofrecido una sola pauta o indicación de que las investigaciones sobre los normalistas desaparecidos se hayan llevado a cabo con seriedad. Muy por el contrario, al igual que hace casi cincuenta años atrás con la matanza de Tlatelolco, ha repetido una y otra vez su llamada “versión oficial” de los hechos, a pesar de que la lucha incesante de los padres de Ayotzinapa y la movilización popular han desmontado a contracorriente esa versión oficial.
De entrada, hay que recordar, que Enrique Peña Nieto, al referirse por primera vez a los hechos de Iguala, sostuvo que el esclarecimiento del crimen correspondía a la procuraduría del Estado de Gurrero. Y Fue la presión social, las manifestaciones y los pronunciamientos de organizaciones estudiantiles y de trabajadores, los que obligaron a la procuraduría general de la republica a atraer el caso al nivel federal el 4 de octubre de 2014.
Un mes después, el 7 de noviembre, el ex-procurador de la República, José Murillo Karam, ofreció una conferencia de prensa en la que exponía la versión de este organismo sobre los crímenes cometidos. El informe sostiene que, basado en el testimonio de 5 sicarios detenidos, y: “tras 487 dictámenes periciales y 385 declaraciones y dos reconstrucciones de los hechos, se cuenta con la certeza legal de que los 43 normalistas fueron incinerados, en un basurero en Colula Guerrero” (PGR http://www.elfinanciero.com.mx/pages/caso-ayotzinapa-informe-completo-de-pgr.html). Básicamente, la versión de la procuraduría consistía en una serie de conclusiones parciales según las cuales los 43 normalistas habían sido retenidos por policías municipales y entregados al cártel conocido como Guerreros Unidos, cuyos integrantes los habrían asesinado e incinerado en el basurero de Cocula. En esta versión, la responsabilidad intelectual de los crímenes era, según Murrilo Karam, de José Luis Abarca alcalde de Iguala y María de los Ángeles Pineda Villa, su esposa, quienes ya habían sido capturados en Iztapalapa.
Esta versión oficial, fue elevada a “verdad histórica” por el mismo ex-procurador, apenas dos meses después, 27 de enero de 2015, basado supuestamente en las pruebas de fuego y explosivos hechos por la procuraduría, que hacían “irrefutables” las primeras conclusiones de la procuraduría. En la nueva presentación, el móvil del crimen era distinto, pues el ex alcalde ya no ocupaba, en ese segundo relato, el papel protagónico: la agresión se habría originado porque los integrantes de Guerreros Unidos habrían confundido a los normalistas con miembros de una facción rival ya que posiblemente por error habían tomado un autobús con droga perteneciente a dicho grupo; la autoridad mantuvo la narración de la incineración en el basurero.
En la versión de la procuraduría, se minimiza por completo el papel que el Estado tuvo en los hechos. Se omiten referencias a la presencia de la policía municipal, estatal e incluso federal en el lugar donde fueron cometidos los crímenes. Además, igualmente, se niega la presencia y conocimiento del ejército en lo que estaba sucediendo. La procuraduría atribuyó el móvil del crimen a elementos fortuitos como el que los normalistas posiblemente fueron confundidos con enemigos del grupo narcotraficante o que por equivocación tomaron un autobús que llevaba droga de los sicarios que los atacaron.
Sin embargo, la supuesta verdad histórica, ha sido cuestionada y desmantelada parte por parte. Los diversos cuestionamientos a la narración oficial de los hechos fueron sistematizados de manera extensa en el informe que presentó el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Ese documento enlista numerosas omisiones, irregularidades, ocultamientos e inconsistencias en la investigación de la PGR, niega en forma contundente la posibilidad de la incineración y aporta elementos nuevos no considerados o no encontrados por los investigadores oficiales.
Una parte importante de los cuestionamientos a la versión de la PGR se centran en las pruebas forenses, que descartan la posibilidad de la incineración en Colula. Pero otro aspecto relevante también apunta a los niveles de implicación del Estado en los crímenes de Iguala. Diversos testimonios, videograbaciones y evidencia ignorada por la PGR, demuestran una implicación más profunda del Estado que la sostenida hasta ahora. Para empezar, según la tarjeta de información 02370, del puesto de Comando Comunicaciones y Computo de Chilpancingo (C4), los tres niveles de gobierno fueron informados de la salida de los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa con rumbo a Iguala. Además, hay testimonios y evidencia gráfica de la presencia de elementos de la policía municipal, estatal y de la policía federal cumpliendo diversas funciones en lugar de los hechos, durante las horas en que se llevaron a cabo las desapariciones y los asesinatos. Los testimonios de los normalistas sobrevivientes indican, que en un periodo de al menos dos horas, los estudiantes de uno de los tres autobuses estuvieron en custodia de la policía estatal, incluso un par de heridos fueron recogidos por las ambulancias que la PE llamó; los estudiantes señalan que después estos policías recibieron una orden y ya no pudieron dar razón de al menos 20 estudiantes que estaba bajo su custodia. Además, según declaraciones de pobladores de iguala, se sabe que la policía federal impidió el tránsito en el cuadrante en dónde los normalistas estaban siendo atacados, mediante el cierre de calles y la instalación de retenes. Los testimonios refieren que mientras se escuchaban disparos los retenes de la PF impidieron el paso de pobladores que buscaban a familiares y a curiosos.
Otros testimonios apuntan al conocimiento y la presencia del Ejército en lugar de los hechos. No sólo en el caso de Julio César Mondragón, que fue según los mismo normalistas, entregado con vida a elementos del ejército para que le llevaran a un hospital, si no en posteriores relatos que hablan de diversas inspecciones de personal militar de investigación y un segundo tiroteo y cacería de normalista llevada a cabo en calles de Iguala por elemento de aspecto militar y vestidos de civil.
Hasta hoy, ninguno de los mandos responsables de estas Instituciones durante los crímenes de Iguala ha sido llamado a declarar. Su versión de los hechos todavía no nos es conocida a pesar de que han sido interpelados por los padres de los normalistas y sus representantes legales.
En la versión oficial, al igual que en los hechos de Tlatelolco, aparentemente los mandos policiacos y militares muestran confusión e informaciones cruzadas. En ambos casos, grupos armados paralelos a los cuerpos represivos de Estado inician el fuego, los uniformados responden y la escalada de violencia ya no puede contenerse, los estudiantes quedan entre dos aguas.
Pero al igual que en el caso de Tlatelolco, la violencia estatal hacia los estudiantes dista de ser inusitada y sin premeditación. El artículo “Iguala: las horas del exterminio” de Anabel Hernández señala que El CISEN ha aceptado el permanente monitoreo a la Normal de Ayotzinapa, por sus supuestos vínculos con guerrilleros, dicen ellos. Acepta que estaba enterado de las tomas y la ruta de los normalistas, así como del hecho de que hubo elementos de la corporación dando seguimiento a los autobuses. En todo momento estuvo presente y enterado de lo que sucedida.
Además, no es esta la primera agresión que han sufrido los normalistas: las normales rurales desde hace más de tres décadas han sido sometidas a una escalda de agresiones y desprestigio: “nido de guerrilleros, foco de comunistas” han sido alguno de los calificativos con los que el Estado ha pretendido descalificar a los normalistas. La prensa, sobretodo la televisión, ha condenado sus métodos de lucha, ha azuzado el odio en contra de ellos, (esto ha sucedido instantemente para los casos de Michoacán y guerrero) y no es la primera vez que en el caso del Estado de Guerrero son atacados brutalmente, basta recordar el asesinato de tres normalistas en el año de 2011 a manos de la policía estatal.
Solamente la presión social y las organizaciones han logrado mantener viva la exigencia de justicia en el caso Ayotzinapa. A cuatro años de los sucesos, el reclamo sigue vigente, estudiantes, sindicatos, trabajadores, gente de diversas clases sociales en México ha continuado el reclamo de justicia. En respuesta, una vez, el asunto se turnará a una unidad especializada. El pasado 25 de septiembre de 2016 Enrique Peña Nieto anunció la creación de una fiscalía especial para los casos de desapariciones, que atienda lo sucedido en Ayotzinapa y otros casos del pasado. La pregunta es, ¿Es este el único camino para alcanzar la justicia?
III
El papel de la organización
Pero entonces, ¿Qué significa alcanzar la justicia ante crímenes como los de Tlatelolco y Ayotzinapa? En principio el reconocimiento histórico del carácter mismo de crimen de Estado, la aceptación de la intervención de instituciones estatales de manera premeditada en esos hechos, la rendición de cuentas, el juicio y el encarcelamiento de los verdaderos responsables de los actos. Pero además como ejercicio histórico de justicia, hay que garantizar que ese tipo de crímenes no volverán a cometerse. Si nos ponemos a pensar qué significa Justicia para Ayotzinapa o para Tlatelolco veremos que alcanzarla implicaría poner este país de cabeza y posiblemente, revolucionarlo. Entonces sí, habría un México antes y después de Tlatelolco o antes y después de Ayotzinapa.
El cambio no puede ser sencillo, ya en el caso de Tlatelolco, vimos como la llamada alternancia de poderes en México, (que en realidad sólo fue un cambio de partido político en el poder) no significó una revisión seria del pasado, no hubo justicia. El Estado siguió reprimiendo; todos recordamos que cuando Fox estaba en el poder se llevó a cabo la brutal represión contra los pobladores de Atenco y las desapariciones forzadas de Edmundo Reyes Anaya y Gabriel Alberto Cruz Sánchez, ambos militantes del Ejército Popular Revolucionario.
Es en este punto que resulta necesario, reflexionar sobre la manera en qué entendemos el papel del Estado en estos crímenes. Cuando sucedió el crimen de Ayotzinapa, las calles se llenaron de una consigna: “Fue el Estado”. Si nos detenemos a escuchar el clamor de las manifestaciones, veremos que a través de la consigna, el pueblo mexicano reconoce al gobierno en todos sus niveles, tanto municipal, estatal y federal como responsable de los hechos sucedidos y rechaza la “versión oficial” y “verdad histórica”. Lo mismo sucede con Tlatelolco, al entender la masacre como un crimen de estado.
Sin embargo, al planear acciones y organización que busquen justicia para que el Estado se responsabilice por esos crímenes, ya no todos los sectores de la sociedad entendemos y luchamos por lo mismo a la hora de decir “Fue el Estado”.
En ese sentido, hay, nos guste o no, que hacer alguna reflexión más o menos teórica y dejar bien claro qué significa dar la responsabilidad al Estado en el caso de Ayotzinapa y en muchos otros actos represivos cometidos contra estudiantes, trabajadores y campesinos en años pasados en México.
Aquí se asumirá, desde luego, una postura, comunista sobre la función y papel esencial del Estado. A veces nos parece que estas reflexiones son innecesarias en la medida en que la mayoría de nosotros sabemos que el Estado es violento y cotidianamente sufrimos sus agresiones cuando envía policías y provocadores a las marchas, o cuando hace leyes que nos afectan o cuando en el campo utiliza paramilitares para robar la tierra a comuneros punta de balazos. Pero hay que tomar en cuenta que no todas las clases sociales perciben directamente esa violencia e incluso, que hay partes de la sociedad que justifican la violencia del Estado, puesto que tienen sus mismos intereses y mucha otra gente que sencillamente se confunden con lo que dice la televisión y la prensa pagada.
En su texto clásico El Estado y la Revolución, V. Lenin –siguiendo de cerca a Engels en El origen de la familia, el estado y la propiedad privada, sostendrá que el Estado moderno, surgió con la división de clases sociales en la moderna sociedad capitalista, es decir, que surgió cuando nos dividimos en trabajadores, campesinos pobres y burgueses o patrones. A diferencia de la teoría clásica contractualista que sostiene que el Estado es el resultado de un paco social entre individuos iguales, la teoría marxista del Estado sostendrá que, el origen de éste, sus leyes e instituciones surgen como una forma de contención de las contradicciones de las distintas clases sociales que subsisten en la moderna sociedad capitalista[9]. Es decir, surge para mantener a raya y obligar a convivir formas de vida contrarias y que no se pueden reconciliar; sirve, a fin de cuentas para que una forma de ver la sociedad se imponga sobre otra por la fuerza, no por acuerdo.
Esto no significa, sin embargo, que el Estado no necesite la fachada del acuerdo o pacto social, necesita las elecciones libres, la apariencia de democracia y consenso para legitimarse, aunque en última instancia recurrirá a su monopolio de la fuerza legal para mantener el poder de una clase sobre otra e imponer sus intereses sobre los de las distintas clases sociales. [en el caso de México, podríamos restear este momento, al periodo postrevolucionario]
Es decir que el Estado que tenemos no es el Estado de todos, aunque así lo aparente, es en realidad el Estado de la burguesía, es decir, los empresarios, dueños del poder y del dinero; eso que los intelectuales llaman los que ostentan los “poderes fácticos”. Y En última instancia esa es la razón por la que el Estado manda a su policía, ejército y grupos paramilitares a reprimirnos, porque tiene muy claro que los jóvenes progresistas, los trabajadores y los campesinos representamos una sociedad diferente, en la que ellos perderían sus privilegios.
Igualmente Marx en su prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política de 1859, señala que el Estado y las normas jurídicas de éste son el reflejo de las relaciones sociales de producción; en esa medida la clase social en el poder, proyectará leyes e instituciones que le favorecen necesariamente. Debajo de esas leyes e instituciones persisten las contradicciones sociales que pretenden ser constantemente encubiertas. En ese sentido, hay una contradicción per se en el hecho de exigir que por medio del Estado y sus leyes hechas a conveniencia, se haga justicia contra el mismo Estado que cometió los crímenes.
La justicia no es posible sin una trasformación profunda. Por esa razón hay que tener bien claro, que cuando decimos “Fue el Estado” no estamos diciendo solamente que el gobierno mexicano cometió crímenes como los de Tlatelolco y Ayotzinapa porque es corrupto, no funciona bien, es inepto o no hemos alcanzado la completa democracia. Si no porque el Estado en el que vivimos es esencialmente violento y porque en nuestra sociedad subyacen contradicciones e injusticias profundas representadas en las demandas y exigencias de aquellos grupos que sufren la represión estatal.
Los estudiantes del 68 deseaban democracia, mayor justicia social y libertades políticas. El Estado respondió que sólo hay democracia, riqueza y libertades políticas para los miembros de la clase social a la que ellos representan. Les respondió eso, sin mediaciones, con balas y bayonetas. Durante años, uso sus leyes, sus jueces, sus cárceles, periodistas e intelectuales para justificar su crimen y también para salir bien librados de las acusaciones en su contra, hasta hoy.
En el caso de Iguala han intentado a ser lo mismo: los jóvenes normalistas defienden un proyecto de sociedad distinto al de quienes detentan el poder hoy en México, la educación socialista, crítica, laica, científica y popular. El Estado, en cambio, durante años ha tratado de desaparecer las aspiraciones de una sociedad con esas características, de ahí que busque desprestigiar a las normales rurales, porque de esa manera, socava también el proyecto de sociedad que ellos representan. Esa esa la razón profunda de la represión de Iguala. Razón a la que hay que sumar los vínculos del Estado con el capitalismo ilegal, es decir, con el narcotráfico. El crimen de Iguala ha mostrado la imbricación de los distintos cuerpos policiales del Estado y los poderes locales, estatales y federales, con el narcotráfico. En el caso Iguala, la policía resguardó y protegió los intereses de ese capitalismo ilegal y no los de la mayoría de los mexicanos trabajadores que vemos en las normales un proyecto educativo vigente.
La represión del Estado no es algo extrínseco a él y no puede enfrentarse, ni cambiarse más que con una firme y decidida organización. Hasta ahora, han sido los campesinos, estudiantes, trabajadores organizados, así como los abogados democráticos e intelectuales y periodistas honestos los que han contribuido a recolectar las pruebas necesarias, las evidencias, los testimonios que prueban la responsabilidad del Estado en los crímenes de Tlatelolco e Iguala, pero no podemos entraparnos en la eterna gestión para que el mismo Estado que cometió los crímenes reconozca estas pruebas.
Es necesario, si queremos alcanzar la justicia, acrecentar nuestra participación, hacerla permanente para colaborar por una sociedad y país nuevo. La justicia es una batalla de largo plazo, que nadie va a ganar por nosotros (y con esto me refiero a quienes nos prometen cambios mágicos y transformaciones en las que se puede quedar bien con todos). La apatía, el derrotismo, en parte acusado por los referentes políticos corruptos, la indiferencia y la normalización de la violencia, son enemigos permanentes.
Y aunque el camino es largo, debemos tener demandas claras. En principio es preciso arrebatarle al estado la posibilidad de seguir cometiendo desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales. La demanda de la presentación de los normalistas es por eso todavía central. No sólo como una demanda que lucha contra el olvido, si no como la semilla de una sociedad que aspire a la justicia verdadera. A los jóvenes se nos exige por eso mayor organización. Allá afuera están los padres de familia de los normalistas, el comité 68, los sobrevivientes de la masacre de Tlatelolco pidiéndonos que no olvidemos; pero no olvidar no sólo significa marchar cada 26 o cada 2 de octubre para recordar una masacre, significa el compromiso de seguir la organización que ellos han iniciado, no dejarlos solos, ni corrompernos en el camino, asumir la responsabilidad de que únicamente construyendo una sociedad más justa, sin explotación y que responda verdaderamente a los intereses de la mayoría, esos crímenes no volverán a cometerse; y la verdad histórica será la de la memoria de todos ellos que han muerto por dejarnos un país más justo y verdaderamente democrático. A un país como ese y nada menos, debemos aspirar.
[1] Los documentos desclasificados de la CIA sobre el caso Tlatelolco, mencionan la posibilidad de hasta 250 muertos. Cf. Montemayor. Rehacer la historia. Análisis de los nuevos documentos del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco. México, Planeta. 2000.
[2] Es importante resaltar que las declaraciones de Barragán provenientes sobre todo de la correspondencia con su hijo y una entrevista con el Gral. Lázaro Cárdenas nunca fueron desmentidas o interpeladas ni por el Gral. Oropeza en aquel entonces jefe del Estado Mayor Presidencial, ni por Gustavo Díaz Ordaz o Luis Echeverría. Sus declaraciones son una interpelación directa a los jefes del estado mexicano de aquella época y nunca conocimos la versión de los interpelados ante esas declaraciones. Cf. (Montemayor 2000, p. 80 yss)
[3] Estos materiales son básicamente los documentales Batallón Olimpia. Documento abierto. Y Tlatelolco las claves de la Masacre.
[4] Para una interpretación de esta naturaleza revisar “los primeros días. Una explicación del movimiento estudiantil del 68” de Ariel Rodríguez Kuri. Publicado en revista de Historia Mexicana. Vol. 53 no. 1, 2003.
[5] Alberto Castillo Troncoso. “El 68 en imágenes”. Revista Sociológica. No. 68 Sep-Dic. 2008realiza un estudio de las imágenes, pies de foto, cabezales y cabezas de las prensa para calificar al movimiento estudiantil.
[6] Sin embargo, tampoco queremos hacer desaparecer del contexto el referente político que el clima internacional bridó a los jóvenes del 68. Pues, no cabe dudad de que en plena guerra fría, los jóvenes y los trabajadores veían con entusiasmo el triunfo de la Revolución Cubana y los avances de la construcción socialista en la Unión Soviética. Esos hechos fortificaban el anhelo de un mundo diferente, más justo, más igualitario flotaba en las discusiones universitarias, entre los preparatorianos, así como en las organizaciones gremiales como los sindicatos.
[7] Cf. Montemayor. Rehacer la historia.
[8] Rogelio Cardenas Estadía, Luis Echeverría Álvarez: entre lo personal y lo político. México, Planeta, 2008. 79-80.
[9] Cf. V.I. Lenin, El Estado y la Revolución; Ediciones en lenguas extranjeras. Pag. 7-8.